4.1.12


A veces, cuando paseo por las calles de mi nueva ciudad, F. pasea por mi mente.

Le conocí en mi primer año de universidad, y desde el principio fuimos inseparables. Él es de ésa clase de amigos por los que tienes sacarina en un estante de tu cocina, porque sabes que así prefieren el café cuando vienen de visita cada día. De los que sorprenden en tu cumpleaños en el umbral de tu puerta, escondiendo la cara detrás de un osito panda de peluche. Y te acompañan a casa de madrugada, después de la fiesta, sólo para que el amanecer os pille en el sofá, charlando y riendo.
Pero una noche, entre risa y risa, alguien lanzó un primer y tímido beso. Y así se jodió todo.

Seguramente, en nuestro juego de niños le rompí el corazón sin querer. Puede también que no le mirara a los ojos cuando me decía que vendría conmigo a cualquier lugar. Así acabamos planeando nuestro viaje a ésta ciudad...
A la que, al final, sólo he llegado yo. Y joder, le echo de menos más a menudo de lo que me gustaría. Claro que ni en un millón de años se lo reconocería. Probablemente se reiría, o se encogería de hombros y ladearía la cabeza, con las manos en los bolsillos. O me hablaría sobre sus razones para quedarse, sobre su chica, y yo por dentro sentiría inevitablemente esa amarga punzada de celos y tristeza al comprobar que ya no soy su preferida, que ya no hay locuras de viajes al extranjero que valgan. Pero especialmente no se lo reconocería, porque sé que le encantaría.

Lo que estoy segura sí sabe, es que siempre, siempre sigue habiendo sacarina en mi estantería.

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